Una parte importante de la sociedad mexicana se resiste a aceptar la idea de
que México está en guerra y, mientras no acepte esa realidad, nunca podrá
entender la violencia que está viviendo el país. El asesinato del candidato a
gobernador de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, y los ataques cada vez más
sistemáticos de los cárteles a las fuerzas policiales y funcionarios de
seguridad, han creado incertidumbre y dificultad entre los mexicanos para
interpretar estos hechos. Basta una mirada rápida a los datos sobre víctimas;
secuencia y cantidad de contactos armados; armamento y medios involucrados;
extensión de los territorios en disputa y fuerzas policiales y militares
comprometidas por aire, mar y tierra, para concluir que México tiene una
guerra.
Desde el conflicto en los Balcanes las guerras dejaron de ser consideradas
los clásicos enfrentamientos entre dos contendientes. Muchas de éstas se
convirtieron en confrontaciones entre múltiples actores que luchan movidos por
fanatismos nacionalistas o religiosos, o que se disputan recursos involucrando a
bandidos, combatientes y fuerzas del Estado. Existen conflictos de este tipo
provocados por diamantes, esmeraldas, plantaciones de coca, cultivos de amapola
o el cobro de rentas a compañías petroleras. En México, el centro del conflicto
es su valor de ruta para introducir drogas a Estados Unidos. Los miles de
millones de dólares que produce esa ruta generaron unos poderes fácticos
criminales con ejércitos privados que se hicieron dueños de la frontera norte de
México y parte de la frontera sur de Estados Unidos.
Esa zona se volvió
el albergue de múltiples actividades delictivas y terminó convertida
prácticamente en otro país. Al igual que en otras guerras por recursos, terminó
estallando al norte de México un sangriento conflicto entre los distintos grupos
criminales por dominar rutas de narcotráfico, plazas de narcomenudeo y
territorios de pandillas, y esto obligó al Estado a intervenir. Para darse una
idea del tamaño de la guerra entre cárteles y del poder de éstos, basta decir
que estas bandas se han causado entre ellas alrededor de 20 mil bajas mortales
en sólo tres años. De los 25 mil muertos que se registran hasta la fecha,
aproximadamente el 90% corresponde a los cárteles y el resto a civiles y
miembros de las fuerzas de seguridad. El 80% de los homicidios ocurren en la
frontera norte y una parte importante de la violencia que tiene lugar en el
resto de México guarda relación con lo que ocurre al norte.
Es cierto
que México tiene problemas de impunidad, corrupción y debilidad institucional,
pero esos problemas no tenían por qué derivar en una guerra. Han sido el valor
como ruta de la droga, los miles de millones de dólares y las decenas de miles
de armas provenientes de Estados Unidos los factores principales en la
generación del conflicto. Dada la diferencia de desarrollo entre ambos países el
comercio ilegal de drogas ha impactado de forma asimétrica. Lo que para Estados
Unidos es un problema marginal de salud y seguridad pública, para México se ha
convertido en guerra y amenaza a la seguridad nacional. El gobierno de México le
ha decomisado más de 75 mil armas y más de 400 millones de dólares a los
cárteles en tres años. La cantidad de armas creció exponencialmente resultado de
una carrera armamentista entre cárteles en los últimos cinco años. Esas armas
son más que lo que los gobiernos colombianos le han decomisado a las FARC en
varias décadas y es tres veces lo que las guerrillas de El Salvador lograron
introducir desde Nicaragua durante la guerra civil en ese país. El dinero es
cuatro veces lo que el gobierno de Estados Unidos aprobó como ayuda para
sostener a 40 mil contrarrevolucionarios nicaragüenses en los ochenta. Aun y
cuando las armas de los cárteles están más en función intimidatoria que
combativa, su resultado es el dominio territorial y esto implica que muchos
mexicanos quedan bajo su autoridad.
Con seguridad los cárteles del
narcotráfico, pandillas urbanas y demás delincuentes establecidos en la frontera
norte y en estados como Michoacán y Guerrero suman en su conjunto muchos miles
de bandidos armados que amenazan la soberanía de una parte del territorio
mexicano, y esto no es un problema de segundo orden. No se trata de escoger
entre perseguir narcotraficantes o perseguir “rateros”, sino de atender una
clara amenaza a la soberanía del Estado que pone en peligro a toda la sociedad.
Es comprensible que por razones de imagen, rigidez teórica o interés político
personal, no se le quiera llamar guerra a una guerra, pero los datos duros son
muy claros en ese sentido, el país tiene una guerra y la violencia es parte
natural de ésta. No existen las guerras sin muertos, por lo tanto, mientras no
se acepte que hay un conflicto armado y que se está frente a una situación
anormal que demanda sacrificios y acciones extraordinarias, no se entenderá la
violencia, se pensará que ésta se puede ocultar o resolver rápido y fácil, o se
creerá ingenuamente que si el gobierno suspendiera sus operaciones la violencia
terminaría.
Entre los que se oponen a confrontar a los cárteles subyace
la idea de una posible estrategia no violenta y silenciosa que nadie explica. Se
puede discutir sobre formas eficaces de usar la fuerza, pero no existe camino
pacífico para enfrentar a los cárteles y no hay modo de que la violencia en
México pueda pasar desapercibida. Con el crimen organizado no se puede ni
convivir ni negociar y si no se le combate crece. Si no se les estuviera
combatiendo ahora, a futuro terminarían convertidos en un gran poder criminal en
el propio Distrito Federal, tal como le ocurrió a Colombia con Bogotá. Si el
centro de gravedad del conflicto es el valor de la ruta de la droga, es
necesario reducir al máximo el valor de ésta, quitándoles ventajas,
oportunidades y comodidades a los cárteles en el uso de ese territorio.
Lo anterior sólo es posible hacerlo usando la fuerza, porque no se puede
resolver este problema rezando. Ni suplicándoles que no crezcan, que no maten,
que se porten bien o que negocien pactos de civilidad. Lo que se suele llamar
erróneamente “negociación” no consiste en hablar en una mesa con los criminales,
sino en poner una correlación de fuerzas en el terreno a favor del Estado que
les limite su actividad. En la actualidad hay lugares donde es el crimen
organizado el que le ha puesto límites a la actividad del Estado. El problema de
México no es atajar drogas para que no le lleguen a los norteamericanos, eso es
una consecuencia secundaria. México necesita desmantelar cárteles, pandillas y
estructuras criminales para recuperar autoridad y devolverle la tranquilidad a
los ciudadanos y esto no puede hacerse en poco tiempo y sin sufrir muertos.
La guerra es entonces una realidad inevitable y la violencia y el tiempo
no son por ahora indicadores de victoria o fracaso, sino indicadores del tamaño
del problema. No es sensato demandar que en tres años acabe la violencia de unos
grupos criminales que poseen miles de millones de dólares, decenas de miles de
armas y miles de bandidos que han aprendido a matar. Estos grupos no crecieron,
se armaron y se apoderaron de territorios de la noche a la mañana; lo hicieron
durante un periodo de paz ficticia que al final se volvió insostenible. No fue
la acción presente del Estado lo que generó la violencia, sino la inacción de
éste en el pasado. La guerra la impusieron los criminales con sus matanzas que
se convirtieron en un reto a la autoridad; el Estado no podía limitarse a ser
árbitro. La violencia le iba a estallar a cualquiera que gobernara México. Por
lo tanto, que haya crecido la violencia al intervenir el gobierno y enfrentar a
los cárteles, es algo totalmente lógico e inevitable.
La violencia es
parte inherente de una guerra y no es por sí misma una señal de lo mal que va
ésta. La demanda de los opositores es razonable si se centra en exigir más
eficacia, mejor coordinación interinstitucional, integralidad de los planes y
acuerdos políticos en seguridad, pero es ilógica cuando demandan el fin de la
violencia a toda costa porque eso es imposible. Primero porque es indispensable
que el Estado use la fuerza y segundo porque la violencia entre delincuentes no
depende del gobierno. Las victorias por ahora no pueden medirse por el fin o la
disminución de la violencia, sino por los golpes que las fuerzas del Estado
propinan a los cárteles; por las armas, el dinero y la droga decomisada; por las
capturas de delincuentes; por la reducción de la infiltración en las policías;
por los territorios que se van recuperando; por la reforma, depuración y
unificación de las policías; por el desarrollo de políticas sociales orientadas
a mejorar la seguridad y por la construcción de infraestructuras que permitan
consolidar los territorios recuperados; ésos son los indicadores del éxito.
El conflicto en México es de impacto territorial reducido, pero con un
efecto en la percepción de inseguridad multiplicado, dada la importancia
estratégica del país. La violencia está concentrada en la frontera norte, pero
dado que el país tiene casi dos millones de kilómetros cuadrados y 112 millones
de habitantes, los indicadores nacionales de homicidios son bajos y la mayor
parte del territorio está en paz. Sin embargo, los disparos en Ciudad Juárez se
escuchan con fuerza en Washington y en la ciudad de México. Existe en realidad
una situación de guerra en la periferia con paz en el Distrito Federal. El hecho
de que el debate en el centro vital descanse en la percepción y no en una
amenaza tangible, crea dificultades adicionales para que se entienda la
violencia y la gravedad del problema. Esto facilita que algunos piensen que ésta
es una guerra del gobierno y no una causa nacional.
No todas las
violencias son iguales ni pueden ser leídas de la misma manera. Por ejemplo, que
ETA ponga más bombas en España es señal de fortalecimiento de los terroristas
vascos porque su violencia está ligada directamente a su propósito político, y
en su lógica más violencia es avance. En el caso de las pandillas que existen en
Centroamérica y también en Ciudad Juárez, la violencia forma parte de su
identidad y no es sólo un mecanismo de defensa; esta violencia es por ello más
irracional, más difícil de controlar y su crecimiento es señal de agravamiento
del problema. En el caso del crimen organizado en México la violencia es
instrumental, le sirve para defender sus “negocios”, para intimidar y controlar
territorio y para hegemonizar en rutas y plazas frente a otros grupos
criminales. Su combate natural es con otros cárteles, no con el Estado. La lucha
entre cárteles es un asunto de competidores por el mercado como en cualquier
otro negocio, la diferencia es que en vez de resolver esa competencia vía
publicidad, calidad de productos o en juicios mercantiles, la resuelven
matándose unos a otros porque son criminales, no empresarios.
La
violencia de los cárteles contra el Estado mexicano es, por lo tanto, un recurso
de última instancia porque atacar al gobierno no ayuda a sus propósitos, algo
que se expresa claramente en su regla explícita de evitar “calentar la plaza”,
es decir, evitar llamar la atención del Estado. Entre menos se interese el
gobierno en combatirlos, mejor para ellos, y el problema es que esto puede
derivar en que lleguen a tener más poder que el Estado. Esto ocurre cuando el
Estado pierde el monopolio de la fuerza y eso no resulta necesariamente de
combates, sino por el debilitamiento de las instituciones de seguridad a
consecuencia de la penetración y la corrupción, por el crecimiento exagerado de
la seguridad privada y por el fortalecimiento de poderes criminales armados. La
existencia de más de mil corporaciones policiales, de decenas de grupos
criminales, de múltiples territorios en disputa, más las dificultades de
coordinación entre distintos niveles de gobierno, pueden convertirse en una
fragmentación muy peligrosa. Si no se actúa para asegurar la autoridad del
Estado sobre todo el territorio, hay riesgo de que el país quede dividido en
múltiples feudos criminales y que el Estado se convierta sólo en otro feudo más
como en Guatemala.
La confusión sobre los tipos de violencia y la no comprensión sobre el
propósito de los cárteles conduce a malinterpretar los hechos violentos. El
ascenso de la violencia de los cárteles contra las fuerzas y funcionarios del
Estado no debe ser interpretado como si se estuviese enfrentando a una
insurgencia. Los cárteles no confrontan al Estado, tratan de cooptarlo, de
corromperlo con dinero o de neutralizarlo por intimidación. El Chapo Guzmán y el
resto de los capos no pretenden hacer una revolución y entrar victoriosos a la
capital para sentarse en la silla presidencial y gobernar México. Se trata de
criminales movidos por la codicia, que quieren enriquecerse traficando droga y
para ello prefieren comprar policías y políticos que matarlos.
Se suele
decir que los cárteles son ahora más fuertes que antes porque su violencia se ha
vuelto más manifiesta. Esto es un gran contrasentido porque implica que éstos
son más fuertes ahora que se les combate, que cuando no se les combatía. Es
absurdo pensar que los miles de muertos, los miles de presos y las decenas de
miles de armas, drogas y dinero capturados los han fortalecido. Igualmente se
suele decir que ahora penetran más a las policías que antes. Pero esto tampoco
tiene sentido ya que después de miles de policías depurados de las
corporaciones, más de un millar muertos por los delincuentes y centenares presos
por vincularse al narcotráfico, han aumentado dramáticamente los riesgos para
quienes acepten corromperse. Por lo tanto, ha disminuido la infiltración, algo
que se evidencia en que ahora hay más capturas de capos que antes.
Toda
violencia extrema que rompe límites propios es síntoma de acoso. Que ahora haya
más violencia y que los cárteles exhiban su poder no es señal de que vayan
ganando, sino de que se están viendo obligados a manifestarse e intentan que el
Estado deje de perseguirlos. Están usando su recurso de excepción y dejando de
aplicar su regla de no calentar plaza. En ese sentido, los ataques cada vez más
frecuentes a funcionarios encargados de procurar justicia y las emboscadas a los
policías, demuestran que está finalizando la convivencia pacifico-corrupta que
les permitió a los cárteles comprar funcionarios y dominar policías municipales
y estatales. Están poniendo sangre y dolor de por medio y esto modifica los
términos de la lucha en contra de ellos. Por otro lado, el asesinato de Rodolfo
Torre Cantú es para los cárteles un punto de quiebre a su posibilidad de contar
con la indiferencia de la clase política: han retado a todo el sistema y, con
ello, por intentar enfriar Tamaulipas, han calentado a todo México.
La
guerra en México está entrando en una fase más definitoria, la violencia
cuantitativa podría ir disminuyendo, pero aparecerá una violencia de mayor
impacto y el combate entre los cárteles y el Estado se volverá más frecuente e
intenso. En Colombia la fase más violenta de la lucha contra los cárteles
urbanos fueron los últimos años. Es indispensable entender que desmontar
estructuras criminales que se apoderaron de policías no es tarea fácil;
desmantelar grupos armados muy violentos con arraigo social y grandes intereses
en el comercio de droga no es tarea pacífica. Sin duda hay muchos sacrificios y
tiempo por delante pero, como decían los revolucionarios nicaragüenses cuando
luchaban contra la dictadura de Anastasio Somoza: “La noche es larga, pero por
huevos tiene que amanecer”.
Joaquín Villalobos. Ex
miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Consultor para
la resolución de conflictos internacionales.
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